Juan
Forn
Una
redonda moneda de un rublo
Viktor
Shklovski siempre quiso saber qué había dentro de las palabras. Es
famoso por haber inventado en Leningrado, con una pandilla de mentes
tan brillantes como la suya, una secta llamada Opoiaz (o Conjura para
la Develación de lo Poético), que hasta el día de hoy se estudia
en las universidades del mundo con la plúmbea etiqueta de Formalismo
Ruso. Pero para mí es el hombre que escribió para siempre estas
líneas, en un breve texto llamado Escribo sobre besos: “Ella me
amaba y yo también. Nos besábamos y no sabíamos hacerlo. Detente
aquí, frase, y vigila las cosas mientras yo traigo otras palabras”.
Antes de la Revolución, los abuelos de Shklovski vivían en las
habitaciones de servicio del Instituto Smolni. El abuelo era
jardinero y la abuela, sirvienta. El abuelo era un alemán de Letonia
que raptó a la abuela cuando ella tenía catorce años. El hablaba
mal el ruso y ella no hablaba nada de alemán, así pasaron cuarenta
años juntos (la abuela decía que el abuelo escribía en latín;
quería decir letón, pero no lo sabía). Cuando el abuelo murió, la
abuela siguió viviendo sin pretensiones. Vivir sin pretensiones
significaba levantarse antes del alba, no tener tiempo libre ni
rincón propio, limpiar, lavar, fregar, cortar leña, no responder
cuando la sermoneaban.
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Viktor Shklovski |
Fue
un invierno terrible el del año en que la abuela murió. “Siempre
tratábamos de detener el otoño y el otoño siempre se iba, pero ese
año ni siquiera llegó”, escribe Shklovski. Su amigo y compañero
de Opoiaz, Boris Eichenbaum, “leal como el eco”, consiguió una
estufa de trinchera, llevó una pila de revistas y libros, se sentó
delante de la estufa hojeándolos uno por uno. Arrancaba las páginas
que consideraba absolutamente vitales y el resto lo echaba al fuego.
No podía quemar nada sin haberlo leído antes. Shklovski, que creía
amar los libros igual que su amigo, dice que él habría quemado
todo: “Y de haber tenido un brazo o una pierna de madera, también
la habría echado al fuego”. Pero Boris Eichenbaum no podía,
sencillamente.
La
abuela de Shklovski murió en silencio, como se va de noche el último
tren por los andenes vacíos, envuelto en humo. Todo estaba preparado
hacía tiempo para el entierro: la mortaja, las zapatillas blancas,
la coronita de papel con la plegaria escrita en ella, todo estaba
amarillento hacía tiempo. Vino el médico que la revisaba siempre,
le tomó el pulso, le alzó los párpados, vio las pupilas inmóviles,
dijo que volvería en una hora con el certificado de defunción y que
podrían pagarle entonces sus honorarios. Cada vez que la abuela
enfermaba, la rutina con aquel médico era siempre la misma: al oír
la campanilla de entrada, por dolorida que estuviera, era ella quien
le abría la puerta y le depositaba un rublo en la mano. En otros
barrios de la ciudad, la visita del médico podía costar tres o
cinco rublos, pero para la abuela de Shklovski el doctor y la redonda
moneda de un rublo iban juntos, y abrirle la puerta ella misma
también.
El
médico fue a hacer sus asuntos, volvió una hora después y tocó la
campanilla. La abuela yacía sola, todos los miembros de la familia
Shklovski habían salido a hacer las diligencias funerarias. La
abuela estaba con la barbilla atada para que no se le bajara la
mandíbula y con monedas de cinco kopeks sobre los ojos, para que los
párpados se le endurecieran cerrados. La campanilla sonaba y sonaba,
y nadie abría, hasta que algo atávico en el interior de la abuela
respondió como un reflejo. Se levantó del ataúd, caminó
arrastrando los pies en su mortaja, abrió la puerta con el redondo
rublo en la mano. El doctor, al ver a la muerta, se desplomó, tenía
el corazón enfermo. La abuela trató de hacerlo volver en sí. En
cuanto el médico recobraba el sentido, volvía a perderlo al ver a
la difunta inclinada sobre él. Es leyenda que los judíos rusos, un
día al año, se paraban al lado de la mesa con un bastón, en señal
de que estaban listos para partir, pero el médico de la abuela
ignoraba esta costumbre.
Cuando
Shklovski le contó la historia a Serguei Eisenstein, éste la usó
en la película que estaba haciendo, sólo que el buen Iván de
Eisenstein resucitaba como Iván el Terrible, con las consecuencias
por todos conocidas, mientras que la abuela de Shklovski resucitó
sin haber cambiado. Vivió seis años más, siguió limpiando,
lavando, fregando y cortando leña, convencida de que nada
extraordinario le había pasado en la vida: “Ustedes dicen que el
tiempo pasa. Mentira: son ustedes los que pasan”, repetía a quien
quisiera oírla. También el médico siguió viviendo. Shklovski se
lo cruzaba por las calles de Leningrado o haciendo cola en los
almacenes, en los tiempos en que escribía sus hermosísimas memorias
(Erase una vez). Cuando, para su estupor, recibió permiso para
publicarlas, en 1964, optó por no mencionar al médico por el
apellido, según él para no estremecerlo de nuevo: las emociones son
nocivas para los ancianos y, como se sabe, las personas resucitan muy
raras veces.
Publicado en
Página 12 (Buenos Aires-Argentina) 2012 11 23